EL BOCATA DEL ESTUDIANTE
Eran las 6:45. Jorge apareció en la cocina, emocionado, como si fuese a ser su primer día de colegio, y así era. Abrió el frigorífico, y allí, por primera vez, pensó en mí al ver el resto de la hogaza del día de ayer. Durante los primeros segundos de mi invención, Jorge me miró con aire entristecido mientras escogía cuidadosamente los ingredientes. “Todo menos mermelada, por favor”, pensé. Alzándose de puntillas agarró la mantequilla y, rebuscando entre mermeladas y latas de conserva sacó jamón envuelto en papel de plata, ¡uf! Menos mal. Con el amor y la precisión de un alumno en su primer día, me separó equitativamente en dos mitades. Partió un trozo de mantequilla para untarla minuciosamente sobre la miga, y colocó el jamón sobre la lámina de pan como quien estira la sábana al hacer la cama, dejando un centímetro exacto de reborde ibérico para la posterior presunción. Así nací yo, el exquisito bocata de un alumno de primer día.
Salimos alrededor de una hora más
tarde. Me encontraba sobre los libros de la mochila, junto con algunas reglas,
un estuche con forma de zapato, calculadoras, compases… Jorge me había situado
ahí para no desmembrarme y deformarme bajo la presión de tales tochos, con los
que me quedé sorprendido. ¿Acaso las leyes físicas permitían que tanto
conocimiento se transportase tan fácilmente con esa espalda? Entendí que, a
cambio de este grato regalo de la naturaleza, era por ese mismo peso por el que
la raza humana suele dejar de crecer durante esta etapa.
Nos acercábamos al colegio, lo
supe en cuanto oí a Jorge hablar con los compañeros de tantos años. Aproveché
la estrecha apertura de la cremallera de la mochila para ver. Los reencuentros
me asombraban, percibía la emoción de saber las clases, por las listas colgadas
en columnas del pórtico y por esa alegría provocada al saber que unos cuantos
de sus amigos irían con él durante todo el intenso curso. Aún había algo más,
la curiosidad creada por esos nuevos alumnos que venían de otros lugares.
Cierta sobrecarga de sentimientos se notaba en el ambiente. Era interesante.
El tercer piso era el suyo, nada
más ni nada menos. Entre los largos peldaños y las eternas horas que nos
separaban del recreo las cuatro primeras horas se harían interminables. Tras
recorrer el pasillo, Jorge frenó en seco. Duro fue el golpe que recibí al
impactar la mochila contra el suelo. Desde abajo se observaban las innumerables
talladas y chicle que marcaban el paso de la enorme cantidad de alumnos que
habían padecido lo mismo. Empaticé también con todos los bocadillos por sus
horas de aburrimiento. Ahora me tocaba. Mi juerga había terminado.
Pero un fallo, un error, una
despreocupación sin intención, un olvido, cambió el futuro alimenticio de mis
días y mi destino: Jorge se había sentado junto a sus amigos, abrió la mochila y,
para organizarse mejor, me movió a la cajonera. Acto seguido, como un
sarcástico juego sin sentido, como una decisión malparada, la tutora sugirió
que los alumnos se situasen según el orden de la lista. Así fue como fui
separado por descuido de mi creador al dejarme tirado en la cajonera. El alumno
que se colocó en mi pupitre ni siquiera hacía uso de esta cárcel, pues así me
sentía yo, un simple bocata abandonado y encerrado entre un tablero y una
rejilla de metal, del que jamás probarían bocado.
Y Jorge se hubiese acordado de mí
si no fuese por esos profesores que, desde la primera hora, empezaron
embalados, atizando a los alumnos con temeroso e indescifrable temario. Las
manos sudaban, se llenaban cada cinco minutos pizarras con horror vacui y se
gastaba una tiza por clase. Y allí, solo, fui pasando los días así de rápido
como la velocidad de los maestros, que no era para nada directamente
proporcional a la duración de las clases, sino más bien lo contrario.
Los días se convirtieron en
semanas y yo encerrado. Ya se había convertido en una costumbre, pero como
todos, nuestra vida es limitada, consecuente y temporal. Las que habían sido
tiernas cortezas de hogaza de pan de masa madre se transformaron en arrugas
rancias y placas correosas. La mantequilla se volvió insípida, pero olorosa y
sólida y el suculento y sustancioso jamón se fue endureciendo hasta quedarse
seco. Mi fin estaba cerca, sobre todo después de esa capa de moho verde que me
salía, producto de la vejez, cual alga marina. Alguien me encontraría dentro de
poco para tirarme a la basura, pero no me esperaba que el destino fuese a darme
otro puñetazo, más grande incluso que el anterior.
Resulta que los alumnos de 1ºE,
la gran cárcel donde se encontraba mi celda, y yo dentro a cadena perpetua,
tenían un complejo e importante examen de matemáticas. Como era a quinta hora,
tras el recreo, se quedaron dando un último repaso. Resulta que un tal alumno hambriento
llamado Jorge se puso junto a su compañero, en el pupitre de mi cajonera y,
consecuencia del azar o de un perverso y burlón plan de la vida, bajó su mano
hacia mi rincón y… ¡me encontró! Seguro que tenéis alguna idea de qué alumno se
trataba. ¡Qué malicia y crueldad del destino! Fue entonces que el chico, que no
había si quiera desayunado, fue a desenvolver el papel de plata se encontró con
su bocadillo, preparado con tanto amor, pero envejecido y olvidado. Jorge a
punto estuvo de pegarme un bocado pero, dolorosamente para él, no tuvo más
remedio que tirarme a la basura, como quien tira a meter un triple.
Así fue el fin de mis días,
triste, cruel, pero también viví mucho, todo un inicio de curso, y asistí a
muchas más clases que esa clase de bocatas jóvenes que duran una mañana, como
yo estaba predestinado a durar. Y es que nunca nos ponemos en la piel de un
bocadillo para ver lo que experimenta y siente, ¿verdad? Y si os dijese que he
sobrevivido un intenso inicio entero de curso, ¿me creeríais? Pues esta es mi
historia, la del bocata del estudiante.
Jorge García, 1ºE